miércoles, 18 de enero de 2012

A medida que pasan los días
y van creciendo,
recuerdo más y más mi infancia.

Los días de verano
en la hora de la siesta
tumbado en el suelo
fresquito,
lo más fresquito,
con mi hermana tumbada
al lado.

El patio de casa,
los bolindres,
los perros.

Cajas de cartón para hacer
circuitos y correr y correr.

Correr bajo el sol
para salvarte
en el juego del escondite,
y cae la noche...

Los coches de juguete
y las gasolineras hechas
de piedrecitas.

Una botella llena de tierra
y colgada,
a modo de saco de boxeo.

Los cartuchos vacíos,
que mi padre traía
después de cazar,
servían
para crear ejércitos
a los que dirigir
por el suelo
de pequeños cuadrados.

Los indios y
los pistoleros
de plástico de colores,
siempre ganaban los
indios,
para hacer justicia.

Las peonzas
de pico de cigüeña,
a mi las que más me gustaban
eran las pequeñas.

Las visitas a los amigos
en las horas de siesta.

Las telenovelas de los ochenta.

Los dibujos animados,
¡cuántos dibujos animados!,
pero sin lugar a dudas
muchos menos que hoy en día.

Llegó la televisión
en color
y nuevos canales con más
dibujos...

El colegio,
la plastilina,
jugábamos a
médicos y enfermeras
para conocer nuestro sexos.

Carreras por el patio,
balones de fútbol
y los balones medicinales
de tres y cinco kilos.

El quiosco de la cruz
de los caídos,
que por aquel entonces era,
sólo,
el lugar donde en verano
ponían el circo.

Mi primer vello púbico,
al que le siguieron muchos más.

Mi primera paja,
a la que le siguieron muchas más.

Pero volviendo atrás,
mucho atrás,
recuerdo mi primera cometa,
aquella que hice
con mi primera amiga,
Olivia.

Comprender el significado de un saludo,
¡hola!

Las palabrotas,
aquellas palabras
que de las bocas infantes
no podían brotar.

El arcoiris
y un sueño que tuve varias veces
en el que me columpiaba en
un arcoiris.

Otro sueño
eran unas zapatillas
(puma)
con las que saltaba tanto
que parecía volar.

Recuerdo haberme meado en el colegio
más de una vez.

La varicela
y una semana en casa.

Las vacunas,
todos en fila como los borreguitos.

Las fotos para una orla.

Las filas para entrar en clase.

El timbre.

Los recuerdos de mi madre,
que aún recordaba.

Atarme los cordones de las zapatillas.

Recuero que la tele dijo
que habían matado a un negro
y mi rabia y repulsa
ante ese hecho.

Las tablas de multiplicar
y el sujeto y el predicado.

Mi maestra de tercero.

Mi primer amor
“platónico”.

La muerte de un tío.

La alta y enorme cama
de mis abuelos
mientras mi madre paría
en el hospital
una criatura de cinco meses
que murió una semana después
del alumbramiento.

Mis primeros pasos en bici,
una torrot de piñón fijo.

Caídas, heridas, rasguños,
la picadura de una avispa.

Un pastor alemán
que reventó mi pelota.

El brazo derecho roto
y después escayolado.

La levá, la tapá,
el mundo.

Una choza hecha de palos
y retamas.

Mi primera experiencia sexual,
con un amigo,
reconociendo nuestros sexos.

El charco de “la palangana”,
en la desembocadura del codosero
al gévora.

Las moras en el camino
cuando nos íbamos a bañar.

El bocata de salchichón
para después del chapuzón.

Cruzar el abrilongo
con un saco lleno de café.

El viaje a los pueblos
de alrededor
a vender el café de contrabando.

El intenso e insoportable olor
a colonia barata
para ocultar el olor del café.

Los desayunos antes del cole.

La lumbre
en la cocina de leña.

El cuatro latas
o renault cuatro.

El lechero en la puerta de casa.

La matanza,
los chorizos,
las tripas secas de vaca,
las patateras y las fariñeras,
el jamón recubierto de sal.

Valdecristo y Pandetrigo,
las aldeas de mi madre y mi padre.

La última borrachera de mi padre.

El pan a veinte pesetas.

Los dos lugares geográficos
más importantes de mi niñez:
“el llano” y “el montón de
tierra”.

El camión del aquilino aparcao
en “el llano”.

El cementerio y
las tumbas de más de dos siglos.

El puente de madera
que todos los años se llevaba
la crecía.

Bailando bajo la lluvia
de una tormenta de verano.

Las visitas a mi abuela
“de arriba”
y a “la del campo”,
y a los abuelos Felipe y Domingo.

Los domingos de misa
y máquinas recreativas.

Los grillos que salíamos a coger
al campo.

Recuerdo muy bien
el día que nos fuimos del pueblo.

Nos fuimos a la ciudad,
mi hermana había empezado
la universidad
el año anterior,
y yo comenzaba el instituto
al año siguiente.

Los días estaban menguando,
ya casi era otoño.

Lloramos,
recuerdo ver a mi madre
llorando,
igual fue ahí donde empezó a olvidar.

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